Ningún oncólogo cree a estas alturas que el equivalente moderno del doctor
Fleming vaya a descubrir la penicilina contra el cáncer, algún tipo de fármaco
o procedimiento médico de aplicación general que suponga el verdadero vuelco en
el tratamiento antitumoral, que convierta al matarife en una enfermedad curable
o, al menos, crónica y controlable. No va a haber una penicilina del cáncer, y
ya nadie la está buscando.
Pero la mitad de los cánceres ya se curan, como repite sin cesar cualquier
oncólogo. Y la guerra contra la otra mitad se está librando ahora mismo en dos
frentes esenciales. Uno se refiere al tema eterno del diagnóstico precoz, que
pese a sus orígenes prehistóricos no ha perdido un ápice de importancia en
nuestros días. Y el otro es la genómica, el nuevo cuerpo de conceptos y
tecnologías del ADN que está revolucionando la biología en su conjunto, y la
investigación del cáncer en particular.
Con ser una disciplina nueva, la genómica
del cáncer va cumpliendo un decenio y ha vertido ya un Iguazú de nuevos
conocimientos sobre la oncología, siempre sedienta de ellos. Los primeros
esfuerzos en genómica del cáncer se centraron en las mutaciones heredadas que
confieren una alta propensión a la enfermedad. Este tipo de alteraciones
heredadas (o mutaciones de la línea germinal, en la jerga) son al fin y al cabo
la gran especialidad de la genética desde sus orígenes en el huerto conventual
de Gregor Mendel.
Esta noticia está relacionada con una publicada el 8 de marzo
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